jueves, 24 de abril de 2008

Tercera entrega de las peripecias


por Bergson Rosario

La tarde del lunes iniciamos un ejercicio de reconocimiento de la zona, a fin de que cuando nos tocara no pasar las mismas dificultades de quien hizo caso omiso a estos pequeños detalles que luego se convierten en grandes monstruos de cinco o seis cabeza.
Recorrimos algunas calles, tratando de memorizarlas. Éstas son largas y todas bajan sobre su estrecho pelambre circuidas por tiendas grandes y pequeñas; café en los que se expende todo tipo de bebidas aromáticas calientes y; una incontable lista de establecimiento para el expendio de comida.
Fuimos a la universidad, entramos en algunos establecimientos de venta de comidas rápidas y otros no tan rápida. Visitamos el parque ubicado a escasos metros del Hotel América. En él, como si fuera un cauteloso guardián, está la Catedral más antigua de Costa Rica, la que data de unos doscientos años de construida. Es un edificio antiguo, con una basta experiencia ganada con sudor y fuego a la inexorable marcha del tiempo que se imbrica en el también antiquísimo reloj colocado en el frontispicio de la majestuosa construcción; cuya direccionalidad nos señala tímidamente los bancos del parque, los árboles y el hervidero de transeúnte que se dirigen presuroso a lugares ignotos, que es lo mismo que decir a ninguna parte en particular.
Regresamos a nuestro hotel más allá de las 9:00 p.m. Con los sentidos saturados de una cultura muy parecida a la nuestra, aunque con algunas diferencias lingüísticas: a lo que el dominicano llama tapón cuando se encuentra en las terribles e interminables colas de la serpiente vehicular que se arrastra, con su piel de asfalto, bastante quejumbrosa. A este monstruo le llaman en Costa Rica La Presa.
Los dominicanos, cuando pedimos las gracias, les respondemos a su orden; los costarricenses responden sin inmutarse Pura vida, pura vida.
Ya en el hotel, entro a la recámara. Nuevos pensamientos me asaltan con la primera llamarada de aire que inhalé. En aquella cama, ¿cuántas prostitutas han ejercido el derecho a su trabajo placentero? ¿Cuántos cuerpos femeninos se han batidos con otros del género opuesto para arrancarle la suculencia de unos dulces quejidos acompañados de los consabidos estertores de los cuerpos desvalidos que se encuentran en el mismo plano horizontal del lecho?

Un parroquiano, con cara de esconderse de los terrores que inculca la sociedad en términos de sexo, espera impaciente ver dibujarse una silueta femenina en el brillante umbral de la puerta de cristal del hotel. Mientras el anélido de la desespera va formando en su rostro un surco gelatinoso y adhesivo que le va encogiendo todas las vértebras del antañoso esqueleto, cuya superficie estuvo recubierta por la lozanía de una piel tersa antes de que él cumpliera aquel montón de años. A duros esfuerzos lograba controlarse de su propia intranquilidad.
Por fin, el marco interior de la puerta se vio oscuro. Una sin igual y despampanante figura juvenil se acurrucó en todo el ancho y parte del largo de la entrada principal del hotel. No quisiera caer en el obsoleto desvarío que sufre el género de los másculos al afirmar que la belleza de esta núbil mujer afectó a los pocos que poblaban el estrecho salón de espera, a tal situación de dejarlos anonadados, estúpidos diría yo. La joven mujer encaminó sus discordantes pasos en dirección a la mesa en la que esperaba el vejestorio. Si no lo hubiera visto con mis ojos, sino que me lo hubieran contado las elegantes lenguas de los que frecuentan estos lugares en busca de nuevas peripecias para contarlas, yo no lo hubiera creído. Pero estaba asistiendo con mi propia esencia a uno de los eventos más insólito. Al llegar cerca del señor, la joven muchacha lo miró por unas milésimas de segundo y terminó arrojándose a sus brazos descarnados con un incontenible lloriqueo parecido al de una niña que ha perdido el calor del pecho de su abuelo. ¡Eso es su abuelo! Eso creí por unos instantes y así hubiera quedado sino me percatara a tiempo de que sus palabras la denunciaban como una desquiciada novia abandonada en el umbral del tempo fijado para la realización de la parafernalia de la boda.
―¿Por qué me abandonaste, viejo bombón de mi vida?― la oí cuando le musitó muy queda cerca del oído al viejo.
Él la miro. No musitó palabra alguna y la empujó suavemente hacia el primer escalón de la inmensa escalera que unía el piso bajo de los demás pisos del edificio.
―¡Me desesperaste! Creí que no vendría a la cita.
―No pude venir antes porque cuando ya salía para acá se presentaron otros clientes a los que tuve que atender. ¡Puaf! ¡Qué asco! Entre ellos, me solicitó a mí un jovencito muy desaliñado y anti higiénico. ¡No me quiero acordar! Pero no me quedó más remedio que revolcarme con él por petición de la dueña del negocio. ¡Tú sabes! Pero ya ves, estoy aquí para atenderte como a todo un perfecto inocente. ¡Y todo por el amor que te profeso!
Mientras hablaban, iban ascendiendo la escalera peldaño por peldaño. Oí perfectamente cuando abrieron la puerta, entraron y la cerraron tras de sí. Lo demás tuve que realizar un ingente esfuerzo para localizarlo y vivirlo en el contorno de la pura imaginación.