miércoles, 20 de octubre de 2010

Bergson (3 de 3) en "La aventura del pensamiento"

Bergson (2 de 3) en "La aventura del pensamiento"

Bergson (1 de 3) en "La aventura del pensamiento"

martes, 19 de octubre de 2010

DE TU BOCA A MIS OÍDOS… PARA CONOCER TUS OPINONES

Por

Don Andrés de los Ángeles del Montecalvario Baudelaire y Neruda


A continuación, presentamos a la consideración de los dilectos lectores esta nueva sección que consistirá en la publicación de diversas entrevistas a distinguidos escritores dominicanos y extranjeros. En este espacio, el escritor y periodista Don Andrés de los Ángeles del Montecalvario Baudelaire y Neruda, agotará una agenda muy saturada de las sales que dan vida a las consecuencias literarias.


(Desde ahora en adelante, la sigla A. A. M. B. N., hará referencias al nombre del periodista-entrevistador, Don Andrés de los Ángeles del Montecalvario Baudelaire y Neruda. La sigla G. A., referirá a la persona objeto de la entrevista, Gisel Arias, poeta y narradora dominicana).


ENTREVISTA A GISEL ARIAS


A. A. M. B. N. En vista de que tú has publicado un libro de poesía y te has desenvuelto en el mundo de la ficción y la creación, nos gustaría saber, ¿qué es para ti la poesía?


G. A. La poesía constituye un universo maravilloso de sentimientos y emociones. Nos permite viajar a mundos insospechados, a lugares infinitos. Es el lenguaje de la fantasía, de la imaginación y del espíritu. Brota de la más noble esencia del ser humano y refleja la belleza más sublime e intensa de la existencia del hombre.


A. A. M. B. N. Recientemente, en agosto de 2010, fue puesta a circular una obra poemática del poeta Bergson Rosario, bajo el título “Suspiro de la Piel”, nos gustaría saber tus consideraciones acerca de este poemario. ¿Qué le parece título, en este caso?


G. A. El título encierra, en sentido general, la esencia misma de la obra. Expresa la aspiración, el anhelo, las ansias y el placer, las cuales han sido reflejadas en cada poema. La evocación de un sueño, de un deseo suplicante, vehemente y angustiante de satisfacer una necesidad física, corporal o carnal. El título de la obra es la síntesis perfecta de una pasión impetuoso, impulsiva, indómita que tortura, que arrebata, que agobian nuestros espíritu, pero que al mismo tiempo nos eleva, nos conduce al delirio, a la búsqueda irremediable del placer como meta superior. Cada poema es un manantial de sensualidad, un derroche de emoción, un torrente de ilusiones que brotan y emanan hasta el exceso, a través de los sentidos. Suspiro de la piel, un título profundo, delicado, romántico, que revela mil emociones y muchísimas pasiones, las cuales son expresadas a través de 15 poemas, en los que se recogen las sensaciones más intensas, los deseos más profundos y sublime que dominan al hombre, llevándolo al éxtasis, al clímax.

En definitiva, entre el título y el contenido del libro existe una relación de dependencia, de complementación, de significado. El título puede describirse como una frase que recoja la naturaleza íntima del contenido. Expresa un deseo ardiente, una pasión delirante que envuelve los sentidos, que destila por cada poro y que aflora en el órgano sensorial más extenso: la piel, lo que simboliza la magnitud y dimensión de ese sentimiento que roba la calma y carcome las entrañas. Mezcla de sensaciones y emociones, de angustia y placer, de pureza y erotismo. Eso es, en definitiva, cada poema del libro; afluentes de sentimientos encontrados, paradójicos, que atormentan al ser humano, lo confunden, lo aturden y lo conducen, aunque no lo quiera, al dolor, al sufrimiento; pero también a la búsqueda del placer como máximo fin, como bien supremo, reflejando así una filosofía hedonista. “Suspiro de la piel” expresa el deseo del cuerpo, materializado en uno de sus órganos sensoriales: la piel. Cada verso, cada poema no es más que un trozo de ese suspirar, de ese anhelar, de ese soñar, de ese desear algo o a alguien con lujuria, con desenfreno, con lascivia y hasta de forma sobrehumana.

A través del órgano sensitivo de la piel, se describen artísticamente las sensaciones y emociones del ser humano, denotadas a través de una aspiración lenta profunda y prolongada que surge del espíritu, del subconsciente, del rincón más secreto del verdadero yo: un suspiro convirtiéndose en el lenguaje más perfecto y acabado de los sentidos, en este caso de la piel. Es la forma de expresión más precisa y exacta que traduce los sentimientos y emociones del alma humana.


A. A. M. B. N. Soy un ferviente aficionado a creer que la obra debe ser bien titulada. El título es para mí, la puerta por la que se penetra al interior del edificio de la obra literaria. Por eso insisto en el título. ¿En qué piensas cuando lees el título de este poemario?


G. A. Pienso en el contenido. Me pregunto sobre qué tratara el libro. Cuál será el tema abordado. Inmediatamente analizo lo que me sugiere el título. En este caso en particular, el título me conduce a pensar en poesías eróticas, cargadas de expresividad, emoción, sensualidad. Pienso en poesía de tema amoroso, que refleja una pasión que desborda a manos llenas, sin límites, por cada poro de la piel. Imagino también una mezcla de sentimientos, un encuentro de emociones superiores que permiten elevarse a otra dimensión. Una pasión descomunal que nos lleva a la máxima satisfacción, a la búsqueda y hallazgo inevitable del placer en todos los sentidos.

“Suspiro de la Piel” es quizás, el lenguaje de los sentidos. Un símbolo que atesora la complejidad del alma humana: lo puro, noble y sublime; lo pasional, lo temeroso, lo sensual. El título sugiere un ‘algo o alguien’ que nos apasiona, que despierta nuestra necesidad y deseo de poseerle. Es un anhelo profundo e intenso que se desprende por la piel para hacerse sentir. “Suspiro de la Piel” es un título extremadamente sugerente, cargado de sensibilidad, que infiere varios significados: simboliza los placeres del cuerpo, los deseos de la carne, de lo físico, los sueños sensuales, eróticos y amorosos que encierran las pasiones más secretas, más escondidas; esa que no nos atrevemos a confesar, pero que anhelamos con ardor y frenesí algún día realizar correctamente, porque van grabada en nuestra mente, palpitan en nuestro corazón y han palpado huellas en nuestro cuerpo, respiran y perviven en nuestra esencia y para bien o para mal, están tatuada en el alma, destilando el perfume de su existencia a través de cada poro de la piel. Están ahí latentes, en silencio, haciéndose saber y sentir, sólo en espera del roce de unas manos, del tibio calor de un beso que les dé la señal para ser más que un simple deseo o anhelo sensorial; que les indique la necesidad de satisfacerles, hasta alcanzar el máximo placer. Y será entonces cuando deje de ser simplemente “Suspiro de la Piel”, para convertirse entonces en una auténtica realidad de la existencia. También puede reflejar la idea de anhelar una piel, añorar un cuerpo, tocar una piel; de poseer a alguien que nos apasiona con excitación febril.

Por último, a partir del título, se puede pensar en el sentimiento, el sueño, la aspiración que repentinamente, en un breve lapso de tiempo, y quizás sin darnos cuenta, pueda envolvernos, dejando una huella en nuestra piel.


A. A. M. B. N. Cuando alguien lee un libro, le queda como una especie de incógnita que muchas veces hasta le llega a quitar el sueño al lector. Uno se pregunta si el contenido del libro es bueno, fascinante, o por el contrario, si es malo; el caso especifico tuyo, ¿qué te pareció “Suspiro de la piel”?


G. A. “Suspiro de la Piel es, a mi entender una obra maravillosamente creada. Poseedora de una belleza y encanto especiales. Indudablemente fue concebida para agitar el espíritu de quien la lee, despertando la emoción y la imaginación. Es un universo de añoranzas y sensaciones delicadamente plasmado, a través de cálidos versos, a su vez, una profunda sensibilidad por parte del artista, así como un gran conocimiento por parte de éste sobre los sentimientos y pasiones más intensas que habitan en el alma humana. “Suspiro en la Pie desde la portada, indica la belleza y sensualidad que posee en cada composición literaria, el romanticismo de cada poema, la dulce delicada y perfecta armonía que impera en toda la obra. Mezcla decolores y emociones intensos, de amores, pasiones y placeres insaciables, que a través de un lenguaje cargado de plasticidad y esteticismo hace que se agilice el verso, logrando que cada poema sea una música para los sentidos, una fiesta para el espíritu, y un “Suspiro para la Piel”, lo que suscita en la más íntima esencia de quien disfruta del libro, una ansiedad, una imperiosa necesidad de buscar y encontrar aún más. Un título sugerente para un contenido erótico, lo que se complementa con una imagen de portada que simboliza claramente el arte de la sensualidad y la seducción. La belleza de la desnudez del cuerpo humano.


A. A. M. B. N. Dentro de un libro cualquiera, ya se trate de una novela o de un drama un poemario de una colección de cuentos,… en fin, de cualquier obra; existe algo nos llama la atención poderosamente; algo con lo que nos identificamos plenamente; en el caso de este poemario, ¿hay algún poema que te haya gustado más que los demás? ¿Por qué?


G. A. “Quiero… entre tus sueños”, porque conjuga fantasía, amor, pasión, dulzura, belleza, delicadeza. Porque lo sugerente y pícaro del título, por la extraordinaria musicalidad de sus versos, por la ilusión que refleja, por la fuerza e intensidad de sus ideas, porque fue el que más conmovió mi espíritu y envolvió mi corazón porque el tema de los sueños es uno de mis favoritos, y por último, porque refleja el amor perfecto e ideal.


A. A. M. B. N. Lo mismo te preguntarías, pero en el caso contrario, ¿hay en el poemario algún poema que no te haya cautivado lo suficiente como para decir que fue el que menos te gustó? ¿Por qué?


G. A. “Aullido contumaz”, porque no despertó mis emociones en el mismo grado que los demás; no llenó mi espíritu tanto como los otros. Porque quizás no encontré en él la dulzura, sutiliza, emotividad y belleza sensorial que descubrí en los 14 poemas restantes.


A. A. M. B. N. Finalmente, como ya leíste con cierta profundidad el poemario “Suspiro de la piel” y te has creado tu propia opinión acerca del mismo, nos gustaría saber, ¿cuáles son tus recomendaciones para Bergson Rosario, el autor?


G. A. Que escriba más y más hasta que agote sus posibilidades creativas, mientras cuente con la inspiración y el arte necesario para crear, tal como lo ha hecho hasta ahora. Que continúe enamorándonos de la poesía, de la literatura, haciéndonos viajar a lugares insospechados, a universos infinitos, a sueños inimaginables. Que siga jugando con nuestro espíritu a través de hermosos y musicales versos que suben hasta su cabeza desde lo más recóndito de su alma. En conclusión, que siga siendo lo que es: “Un pequeño dios”, creador de mundo y fantasías, tal como afirmó Vicente Huidobro. Que continúe demostrando lo que todos sabemos: que es un maravilloso artista.


A. A. M. B. N. Gracias Gisel Arias por los aportes que has dado con estas palabras tan alentadoras para este poeta y otros, que como él surcan a diario el cielo de la creación de mundos nuevos e infinitos, tal como tú lo afirmas. A ustedes amigos lectores, será hasta una próxima ocasión.

Fin


GISEL ARIAS


Poeta, narradora y ensayista dominicana. Actualmente, habita en los confines de la Cordillera Central en la República Dominicana, específicamente en Cacique, Monción. Es autora del poemario “YO ÍNTIMA, EN TREINTA POEMAS ELEGÍACOS”. Tiene un libro de cuento inédito, próximo a publicar. De profesión, profesora graduada con los máximos honores en la Universidad Autónoma de Santo Domingo. Su participación en conversatorio poético es muy activo.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Rainer Maria Rilke

Mini-Biografía, Cartas y Poesía

El padre, Josef Rilke, era hijo de un administrador. Había nacido en 1838 en una pequeña aldea de Bohemia. Desempeñó el cargo de funcionario en la Compañía de Ferrocarriles de Turnau-Kralup-Praga. Siempre había deseado triunfar siguiendo la carrera militar, hecho que se vio frustrado por enfermedad. La profesión civil de funcionario ferroviario le dejó para siempre la sensación de haber fracasado, e incluso llegó a desempeñar dicha profesión por la influencia de su hermano Jaroslaw Rilke.

Por su parte, la madre de Rainer Maria Rilke, había nacido en 1851. Procedía de una familia de elevada posición, y era hija de un comerciante y consejero imperial. El matrimonio entre Joseph y Sophia se celebró en 1873, dos años antes del nacimiento de Rainer. A los once años de casados, ambos vivían separados.


Por ahora sólo están disponibles las secciones correspondientes a su infancia y juventud Procuraremos que las secciones restantes estén construidas dentro de poco tiempo

Rilke nació el cuatro de Diciembre de 1875. Su infancia compleja y solitaria forjó de alguna manera el carácter general de nuestro poeta. Según algunos biógrafos, su madre, Sophia Entz, lo vistió de niña hasta la edad de seis años probablemente en recuerdo de una hija anterior que había fallecido.

Durante el período comprendido entre los años 1882-1884, Rilke estudia en los Escolapios de Praga, para ser trasladado posteriormente a la Escuela de Cadetes de St. Pölten, por voluntad de su padre, donde permanece desde Septiembre de 1886 hasta el mismo mes del año 1890. De allí pasó a la Escuela Moravia-Weisskirchen, donde se le dispensó de continuar debido a su mala salud. Sabemos que Rilke se mostró durante los cuatro años de educación en la Escuela de cadetes como un “joven silencioso, serio, de gran talento, de actitud reservada, que soportaba con paciencia la disciplina de la vida en el internado" [ Palabras del entonces capellán de La Escuela citadas por Franz Kappus en Cartas a un joven poeta].

El tío de de nuestro poeta, Jaroslaw Rilke, le asignó a su sobrino una beca mensual para que prepara los estudios de bachillerato que realizó de 1892 a 1895. La intención de Jaroslaw es que su sobrino estudiará la carrera de derecho para que le sucediera en el bufete. En 1895 Rilke ingresó en la Universidad de Praga. A finales de Septiembre de 1896 se traslada a Munich, olvidando por completo sus estudios y preocupado exclusivamente por sus problemas literarios.

Ya en 1894 había publicado su primera obra titulada Vida y canciones. Intentó la publicación de una especie de revista denominada Achicorias silvestres, y algunas obras de teatro como Ahora y en la hora de nuestra muerte.


CARTAS


Cartas a Franz Kappus:

Cartas a un joven poeta

Introducción

Era en 1902, a fines de otoño. Estaba yo sentado en el parque de la Academia Militar de Wiener Neustadt, bajo unos viejísimos castaños, y leía en un libro. Profundamente sumido en la lectura, noté apenas cómo se llegó junto a mí Horacek, el sabio y bondadoso capellán de la Academia, el único entre nuestros profesores que no fuera militar. Me tomó el libro de las manos, contempló la cubierta y movió la cabeza. "¿Poemas de Rainer María Rilke?", preguntó pensativo. Y, hojeando luego al azar, recorrió algunos versos con la vista, miró meditabundo a lo lejos, e inclinó por fin la frente, musitando: "Así, pues, el cadete Renato Rilke nos ha salido poeta..."

De este modo supe yo algo del niño delgado y pulido, entregado por sus padres más de quince años atrás a la Escuela Militar Elemental de Sankt Poelten, para que algún día llegase a oficial. Horacek había estado de capellán en aquel establecimiento y aun recordaba muy bien al antiguo alumno. El retrato que de él me hizo fue el de un joven callado, serio y dotado de altas cualidades, que gustoso manteníase retraído y soportaba con paciencia la disciplina del internado. Al terminar el cuarto curso, pasó junto con los demás alumnos a la Escuela Militar Superior de Weisskirchen, en Moravia. Allí, por cierto, echose de ver que su constitución no era bastante recia, y así sus padres tuvieron que retirarlo del establecimiento, haciéndole proseguir estudios en Praga, cerca del hogar. De cómo siguió desarrollándose luego el camino externo de su vida, ya nada supo referirme Horacek.

Por todo ello, será fácil comprender que yo, en aquel mismo instante, decidiera enviar mis ensayos poéticos a Rainer Maria Rilke y solicitar su dictamen. No cumplidos aún los veinte años, y hallándome apenas en el umbral de una carrera, que en mi íntimo sentir era del todo contraria a mis inclinaciones, creía que si acaso podía esperar comprensión de alguien, había de encontrarla en el autor de "Para mi propio festejo". Y sin que lo hubiese premeditado, tomó cuerpo y juntose a mis versos una carta, en la cual me confiaba tan francamente al poeta como jamás me confié, ni antes ni después, a ningún otro ser.

Muchas semanas pasaron hasta que llegó la respuesta. La carta, sellada con lacre azul, pesaba mucho en la mano, y, en el sobre, que llevaba la estampilla de París, veíanse los mismos trazos claros, bellos y seguros, con que iba escrito el texto, desde la primera línea hasta la última. Iniciada de esta manera mi asidua correspondencia con Rilke, prosiguió hasta el año 1908, y fue luego enriqueciéndose poco a poco, porque la vida me desvió hacia unos derroteros de los que precisamente había querido preservarme el cálido, delicado y conmovedor desvelo del poeta.

Pero esto no tiene importancia. Lo único importante son las diez cartas que siguen. Importante para saber del mundo en que vivió y creó Rainer María Rilke. Importante también para muchos que se desenvuelvan y se formen hoy y mañana. Y ahí donde habla uno que es grande y único, deben callarse los pequeños.


Franz Xaver Kappus
Berlín, junio de 1929


Primera carta


París, a 17 de febrero de 1903

Muy distinguido señor:



Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.


Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.

Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.

¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.

Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.

Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.

Con todo afecto y simpatía,
Rainer Maria Rilke

Segunda carta


Viareggio, cerca de Pisa (Italia), a 5 de abril de 1903

París, a 17 de febrero de 1903



Muy distinguido señor:



Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.

Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura.

Dicho esto, sólo queda por añadir que sus versos no tienen aún carácter propio, pero sí unos brotes quedos y recatados que despuntan ya, iniciando algo personal. Donde más claramente lo percibo es en el último poema: "Mi alma". Ahí hay algo propio que ansía manifestarse; anhelando cobrar voz y forma y melodía. Y en los bellos versos "A Leopardi" parece brotar cierta afinidad con ese hombre tan grande, tan solitario. Aun así, sus poemas no son todavía nada original, nada independiente. No lo es tampoco el último, ni el que dedica a Leopardi. La bondadosa carta que los acompaña no deja de explicarme algunas deficiencias que percibí al leer sus versos, sin que, con todo, pudiera señalarlas, dando a cada una el nombre que le corresponda.
Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida.

Una obra de arte es buena si ha nacido al impulso de una íntima necesidad. Precisamente en este su modo de engendrarse radica y estriba el único criterio válido para su enjuiciamiento: no hay ningún otro. Por eso, muy estimado señor, no he sabido darle otro consejo que éste: adentrarse en sí mismo y explorar las profundidades de donde mana su vida. En su venero hallará la respuesta cuando se pregunte si debe crear. Acéptela tal como suene. Sin tratar de buscarle varias y sutiles interpretaciones. Acaso resulte cierto que está llamado a ser poeta. Entonces cargue con este su destino; llévelo con su peso y su grandeza, sin preguntar nunca por el premio que pueda venir de fuera. Pues el hombre creador debe ser un mundo aparte, independiente, y hallarlo todo dentro de sí y en la naturaleza, a la que va unido.

Pero tal vez, aun después de haberse sumergido en sí mismo y en su soledad, tenga usted que renunciar a ser poeta. (Basta, como ya queda dicho, sentir que se podría seguir viviendo sin escribir, para no permitirse el intentarlo siquiera.) Mas, aun así, este recogimiento que yo le pido no habrá sido inútil : en todo caso, su vida encontrará de ahí en adelante caminos propios. Que éstos sean buenos, ricos, amplios, es lo que yo le deseo más de cuanto puedan expresar mis palabras.

¿Qué más he de decirle? Me parece que ya todo queda debidamente recalcado. Al fin y al cabo, yo sólo he querido aconsejarle que se desenvuelva y se forme al impulso de su propio desarrollo. Al cual, por cierto, no podría causarle perturbación más violenta que la que sufriría si usted se empeñase en mirar hacia fuera, esperando que del exterior llegue la respuesta a unas preguntas que sólo su más íntimo sentir, en la más callada de sus horas, acierte quizás a contestar.

Fue para mí una gran alegría el hallar en su carta el nombre del profesor Horacek. Sigo guardando a este amable sabio una profunda veneración y una gratitud que perdurará por muchos años. Hágame el favor de expresarle estos sentimientos míos. Es prueba de gran bondad el que aun se acuerde de mí, y yo lo sé apreciar.

Le devuelvo los adjuntos versos, que usted me confió tan amablemente. Una vez más le doy las gracias por la magnitud y la cordialidad de su confianza. Mediante esta respuesta sincera y concienzuda, he intentado hacerme digno de ella: al menos un poco más digno de cuanto, como extraño, lo soy en realidad.

Con todo afecto y simpatía,

Rainer Maria Rilke


Tercera carta


Viareggio, cerca de Pisa (Italia), a 23 de abril de 1903



Me ha causado gran alegría, estimado y distinguido señor, con su carta de Pascua, que me revela lo mucho de bueno que tiene usted. La forma en que me habla del grande y dilecto arte de Jacobsen me demuestra que no estuve desacertado al querer encaminar su vida, con sus múltiples problemas, hacia esa fuente de riqueza y plenitud.

Ante usted abrirase ahora Niels Lyhne, libro lleno de maravillas y de honduras. Cuanto más se lee, más parece que todo está contenido en él: desde el perfume más sutil de la vida, hasta el rico e intenso sabor de sus frutos más grávidos. Ahí no hay nada que no haya sido captado, comprendido, sentido. Nada que no haya sido descubierto y reconocido entre las trémulas resonancias del recuerdo. Ningún suceso vivido, por insignificante que parezca, es tenido en poco. El más pequeño lance, el episodio más nimio, se desarrolla cual si fuese todo un destino. Y hasta el destino mismo es como un tejido amplio y maravilloso, en cuya trama cada hilo es guiado con infinita ternura por una mano cariñosa, y colocado a la vera de otro hilo, para ser sostenido y conllevado por otros mil.

Usted sentirá la dicha de leer este libro por primera vez, e irá adelantándose por entre innumerables sorpresas como en un sueño jamás soñado antes. Mas yo puedo asegurarle que siempre se vuelve a pasar con igual asombro a través de tales libros, sin que nunca lleguen a desprenderse de su poder prodigioso, ni pierdan nada del mágico encanto en que por primera vez envolvieron al lector. Es cada vez más intenso el deleite que nos brindan y más honda nuestra gratitud hacia ellos. De algún modo nos volvemos mejores y más sencillos en el mirar; se hace también más profunda nuestra fe en la vida, y en la vida misma llegamos a ser más venturosos, más nobles.

Luego debe leer usted el admirable libro que nos cuenta el destino y los anhelos de María Grubbe, así como las cartas de Jacobsen, las hojas de su diario, los fragmentos. Y, por último, sus versos, que aunque no muy bien traducidos, viven y vibran con resonancias infinitas. Le aconsejaría que cuando usted tuviera alguna oportunidad para ello, comprara la bella edición de las obras completas de Jacobsen, que contiene todo eso. Ha sido publicada una buena traducción en tres tomos por el editor Eugen Diederichs de Leipzig; creo que su precio es de cinco o seis marcos por cada tomo.

Desde luego, con su parecer acerca de Aquí deben florecer rosas, esa obra de incomparable finura y forma, tiene usted sin duda toda la razón contra quien escribió el prólogo. Deseo que desde ahora y aquí mismo quede formulado este ruego: lea lo menos posible trabajos de carácter estético-crítico: o son dictámenes de bandería, que por su rigidez y su falta de vida han llegado a petrificarse y a perder todo sentido, o bien tan sólo hábiles juegos de palabras, en que prevalece hoy una opinión y mañana la contraria.

Las obras de arte viven en medio de una soledad infinita, y a nada son menos accesibles como a la crítica. Sólo el amor alcanza a comprenderlas y hacerlas suyas: sólo él puede ser justo para con ellas. Dese siempre la razón a sí mismo y a su propio sentir, frente a todas esas discusiones, glosas o introducciones. Si luego resulta que no está en lo cierto, ya se encargará el natural desarrollo de su vida interna de llevarle paulatinamente y con el tiempo hacia otros criterios. Deje que sus juicios tengan quedamente y sin estorbo alguno su propio desenvolvimiento. Como todo progreso, éste ha de surgir desde dentro, desde lo más profundo, sin ser apremiado ni acelerado por nada. Todo está en llevar algo dentro hasta su conclusión, y luego darlo a luz; dejar que cualquier impresión, cualquier sentimiento en germen, madure por entero en sí mismo, en la oscuridad, en lo indecible, inconsciente e inaccesible al propio entendimiento: hasta quedar perfectamente acabado, esperando con paciencia y profunda humildad la hora del alumbramiento, en que nazca una nueva claridad. Este y no otro es el vivir del artista: lo mismo en el entender que en el crear.


Ahí no cabe medir por el tiempo. Un año no tiene valor y diez años nada son. Ser artista es: no calcular, no contar, sino madurar como el árbol que no apremia su savia, mas permanece tranquilo y confiado bajo las tormentas de la primavera, sin temor a que tras ella tal vez nunca pueda llegar otro verano. A pesar de todo, el verano llega. Pero sólo para quienes sepan tener paciencia, y vivir con ánimo tan tranquilo, sereno, anchuroso, como si ante ellos se extendiera la eternidad. Esto lo aprendo yo cada día. Lo aprendo entre sufrimientos, a los que, por ello, quedo agradecido. ¡La paciencia lo es todo!

Richard Dehmel: Con sus libros -dicho sea de paso, también con el hombre- me ocurre esto: En cuanto doy con una de sus bellas páginas, siento siempre temor ante la próxima, que tal vez pueda destruirlo todo y trastrocar lo que es digno de aprecio en algo indigno. Lo ha caracterizado usted muy bien con las palabras "vivir y crear como en celo". Así es: el vivir las cosas como las vive el artista se halla tan increíblemente cerca del mundo sexual, del sufrimiento y del goce que éste entraña, que ambos fenómenos no son, bien mirados, sino distintas formas de un mismo anhelo, de una misma bienandanza. Y si en lugar de celo se pudiera decir "sexo", en el sentido elevado, amplio y puro de este concepto, libre y por encima de todas las sospechas con que haya podido enturbiarlo algún error o prejuicio dogmático, entonces el arte de Dehmel sería grandioso y de infinito valor. Grande es su fuerza poética y tan impetuosa como un impulso instintivo. Lleva en sí ritmos propios, libres de prejuicios y miramientos, y sale brotando de él cual de montañas en erupción.


Sin embargo, no parece que esta fuerza sea siempre del todo sincera, ni esté desprendida de toda afectación. (Pero en ello, por cierto, está una de las pruebas más duras, impuestas al genio creador, que debe permanecer siempre inconsciente de su propia valía, sin sospechar siquiera sus mejores virtudes, so pena de hacerles perder su candor y su pureza). Además, cuando esa fuerza del poeta, atravesando tumultuosamente todo su ser, alcanza los dominios del sexo, ya no encuentra al hombre tan puro como ella lo necesitaría. Pues ahí no hay un mundo sexual del todo maduro, puro, sino un mundo que no es bastante humano, que solo es masculino; que es celo, ebriedad, juicios y orgullos, con que el hombre ha desfigurado y gravado el amor. Por amar meramente como hombre y no como humano, hay en su modo de sentir el sexo algo estrecho, salvaje en apariencia, lleno de rencor y malquerer; algo meramente transitorio y falto de contenido eterno, que rebaja su arte, volviéndolo ambiguo y dudoso. De este arte, que no está sin mácula y lleva marcado el estigma del tiempo y de la pasión, poca cosa podrá subsistir y perdurar. (Esto mismo ocurre con casi todo arte). No obstante, podemos complacernos hondamente en cuanto ahí hay de grande. Sólo hay que procurar no perderse ni volverse partidario de ese mundo dehmeliano, tan lleno de angustias infinitas, confusión y desorden, que dista mucho de los destinos verdaderos. Estos hacen sufrir más que esas tribulaciones pasajeras; en cambio, dan mayor oportunidad para llegar a lo sublime y más valor para alcanzar lo eterno.

En cuanto a mis propios libros, mi mayor gusto sería enviarle todos los que pudieran causarle alguna alegría. Pero soy muy pobre, y mis libros, una vez publicados, ya no me pertenecen. Ni siquiera los puedo comprar para darlos, como a menudo sería mi deseo, a quienes sabrían acogerlos con amor. Por esto le indico en una cuartilla los títulos y los editores de mis libros últimamente publicados -de los más recientes, se entiende, pues entre todos son ya unos doce o trece los que he dado a la imprenta-, y debo, estimado señor, dejar a su voluntad el encargar alguno de ellos, cuando se le presente la ocasión.


Me es grato saber que mis libros están con usted. Adiós.



Suyo
Rainer Maria Rilke



Cuarta carta



Worpswede, cerca de Bremen, a 16 de julio de 1903



He abandonado París hace unos días, por cierto bastante enfermo y cansado, para acogerme a esta gran llanura norteña, que con su amplitud, su calma y su cielo, ha de devolverme la salud. Pero aquí he venido a caer bajo una lluvia persistente hasta hoy, que es cuando empieza a escampar un poco sobre esta comarca, sin sosiego azotada por los vientos. Aprovecho, estimado señor, este primer momento de claridad, para saludarle.

Mi querido señor Kappus: he dejado mucho tiempo sin respuesta una carta suya. No porque la hubiese olvidado. Al contrario: es una de esas cartas que nos agrada releer cuando volvemos a encontrarlas entre otras, y en ella le reconocí a usted como desde muy cerca. Me refiero a su carta del 2 de mayo, que seguramente recordará. Cuando la leo, como ahora, en medio del gran silencio de estas lejanías, su bella inquietud por la vida me causa una emoción aun más intensa que la que sentí ya en París, donde todo suena de otro modo y acaba por perderse, desvaneciéndose entre el enorme estruendo que allí hace retemblar todas las cosas. Aquí, rodeado de un imponente paisaje batido por los vientos que los mares le envían, siento que a esas preguntas e inquietudes, que por sí mismas y allá en sus profundidades tienen vida propia, nadie puede contestarle. Pues aún los mejores yerran con sus palabras, cuando éstas han de expresar algo en extremo sutil y casi inefable.

Creo, sin embargo, que usted no ha de quedar sin solución si sabe atenerse a unas cosas que se parezcan a éstas en que ahora se recrean mis ojos. Si se atiene a la naturaleza, a lo que hay de sencillo en ella; a lo pequeño que apenas se ve y que tan improvisadamente puede llegar a ser grande, inmenso; si siente este cariño hacia las cosas ínfimas y, con toda sencillez, como quien presta un servicio, trata de ganar la confianza de lo que parece pobre, entonces todo se tornará más fácil, más armonioso, de algún modo más avenible. Tal vez no en el ámbito de la razón, que, asombrada, se queda atrás, pero sí en lo más hondo de su conocimiento, en el constante velar de su alma, en su más íntimo saber.

Por ser usted tan joven, estimado señor, y por hallarse tan lejos aún de todo comienzo, yo querría rogarle, como mejor sepa hacerlo, que tenga paciencia frente a todo cuanto en su corazón no esté todavía resuelto. Y procure encariñarse con las preguntas mismas, como si fuesen habitaciones cerradas o libros escritos en un idioma muy extraño. No busque de momento las respuestas que necesita. No le pueden ser dadas, porque usted no sabría vivirlas aún -y se trata precisamente de vivirlo todo. Viva usted ahora sus preguntas. Tal vez, sin advertirlo siquiera, llegue así a internarse poco a poco en la respuesta anhelada y, en algún día lejano, se encuentre con que ya la está viviendo también. Quizás lleve usted en sí la facultad de crear y de plasmar, que es un modo de vivir privilegiadamente feliz y puro. Edúquese a sí mismo para esto, pero acoja cuanto venga luego, con suma confianza. Y siempre que ello proceda de su propia voluntad o de algún hondo menester, écheselo a cuestas sin renegar de nada.

El sexo es una dura y difícil carga, sí, pero es precisamente duro y difícil cuanto nos ha sido encomendado. Casi todo lo que es serio es también arduo, y todo es serio... Con tal que usted reconozca esto y, por sí mismo, conforme a su peculiar modo de ser y a sus aptitudes, merced a su infancia, a su experiencia y a sus propias fuerzas, llegue a conseguir y a mantener con el sexo una relación del todo propia y personal, libre de la influencia que por lo común ejercen convencionalismos y costumbres, ya no debe temer entonces ni el perderse a sí mismo, ni el hacerse indigno de su más preciado bien.

El goce propio del sexo es una emoción sensual como el simple mirar. O como la mera sensación que colma la lengua mientras saborea una hermosa fruta. Es una experiencia grande, infinita, que nos es regalada. Un conocer del mundo, la plenitud y el esplendor de todo saber... Y lo malo no está en vivir esta experiencia, sino en que casi todos abusen de ella y la malgasten. Empleándola como incentivo y esparcimiento en los momentos de mayor lasitud, en vez de vivirla con recogimiento para alcanzar sublimes culminaciones. También del comer, por cierto, han hecho los hombres otra cosa. Por un lado la miseria, por otro la opulencia excesiva, han empañado la nitidez de este menester. De modo parecido se enturbiaron también los profundos y sencillos menesteres. en virtud de los cuales la vida se renueva. Pero cada individuo, para sí mismo, puede tratar de devolverles su pureza, viviéndolos con límpida sencillez. Si esto no está al alcance de cualquier individuo -porque cada cual depende demasiado de otros-, sí está al alcance del hombre solitario. Puede éste recordar que tanto en las plantas como en los animales, toda belleza es una callada y persistente forma de amor y anhelo. Puede también ver a los animales como ve a las plantas: uniéndose, multiplicándose y creciendo, no por ningún placer ni por ningún sufrimiento físico, sino doblegándose ante necesidades más grandes que el goce y el dolor, más poderosas que toda voluntad y que toda resistencia. ¡Oh, si el hombre pudiese acoger con ánimo más humilde y llevar con mayor seriedad este misterio, del que está llena la tierra hasta en sus cosas más pequeñas! ¡Y lo soportara, sintiendo cuán terrible y agobiante es su peso, en vez de tomarlo a la ligera! ¡Y se inclinara con profunda veneración ante su propia fecundidad, que es una sola! ¡Tanto si parece espiritual como si parece material! Pues también el crear del espíritu arranca del mundo físico. Es de su misma esencia y como una reproducción más sutil, más arrobadora y más perenne del goce carnal.

"La idea de ser creador, de engendrar, de dar forma y vida" nada es sin su amplia, perpetua confirmación y realización en el universo. Nada sin el ascenso que, de mil modos repetido, emana de los animales y de las cosas. Y si su disfrute resulta indeciblemente bello y rico, es sólo porque está pleno de recuerdos heredados de los engendramientos y partos de millones de seres que nos precedieron... En un pensamiento creador reviven miles y miles de noches de amor olvidadas, que lo llenan de nobleza y celsitud. Y los que en las noches se juntan, entrelazados y voluptuosamente mecidos en su amor, llevan a cabo una empresa muy seria, y atesoran dulzuras, hondura y fuerza para el himno de algún poeta venidero, que un día se alzará para cantar inefables delicias. Así llaman al porvenir. Y aun cuando yerren, aun cuando sean ciegos sus abrazos, el porvenir llega. Surge un nuevo ser, y en el ámbito del acaso que ahí parece haberse consumado, despierta la ley en virtud de la cual un germen de vida vigoroso y resistente irrumpe con ímpetu, haciéndose paso hacia el óvulo que, abierto, sale a su encuentro. No se deje engañar por lo que aparezca en la superficie. En las profundidades es donde todo se vuelve ley. Y aquellos que vivan falsa y torpemente ese misterio -son muchísimos-, sólo para sí mismos lo pierden. Pues, con todo, lo retransmiten como un mensaje cerrado, sin llegar a conocerlo. Tampoco debe desconcertarse ante la multiplicidad de los nombres, ni ante la complejidad de las cosas. Quizás haya por encima de todo una gran maternidad como anhelo común... La hermosura de una virgen, es decir, de un ser que -como usted lo define con tan bellas palabras- "no ha dado aún nada de sí", es maternidad que se presiente a sí misma, y se prepara temerosa y anhelante: Y la belleza de la madre es maternidad empeñada en su servidumbre: Y en la mujer anciana perdura una gran remembranza.

Yo creo que también en el hombre hay maternidad. Tanto en su espíritu como en su cuerpo. Pues su modo de engendrar es así mismo una especie de parto. También es parto cuando crea al impulso de una íntima plenitud. Acaso haya entre los sexos mayor grado de parentesco y afinidad que el que se supone comúnmente. Y la gran Renovación del mundo consistirá quizás en que el hombre y la mujer, una vez libres de todo falso sentir y de todo hastío, ya no se buscarán mutuamente como seres opuestos y contrarios, sino como hermanos y allegados. Uniéndose como humanos, para sobrellevar juntos, con seriedad, sencillez y paciencia, el arduo sexo que les ha sido impuesto.

Pero todo cuanto tal vez algún día llegue a ser asequible para muchos, lo puede aprestar ya desde ahora el hombre solitario, edificándolo con sus manos que yerran menos. Por eso, estimado señor, ame su soledad y soporte el sufrimiento que le causa, profiriendo su queja con acentos armoniosos. Si, como dice, siente que están lejos de usted los seres más allegados, es señal de que ya comienza a ensancharse el ámbito en derredor suyo. Y si lo cercano se halla tan lejos, es que la amplitud de su vida ha crecido mucho y alcanza ya las estrellas. Alégrese de su propio crecimiento, en el cual, por cierto, a nadie puede llevarse consigo. Y sea bueno con cuantos se queden rezagados, permaneciendo seguro y tranquilo ante ellos, sin atormentarlos con sus dudas ni asombrarles con su firme confianza en sí mismo, o con su alegría, que ellos no sabrían comprender. Trate de conseguir algún modo de convivencia con ellos. Un algo común, que sea sencillo, modesto, sincero, que no tenga necesidad de alterarse, aunque usted siga transformándose más y más cada día. Ame la vida que en ellos se manifiesta en forma extraña a la suya propia. Y sea indulgente con aquellos que van envejeciendo, y temen la soledad en que usted tanto confía. Evite enconar con nuevos motivos el drama siempre tenso entre padres e hijos, que en los jóvenes consume muchas fuerzas, y en los ancianos corroe ese cariño que siempre obra y da su calor, aun cuando no comprenda... No les pida consejo, ni cuente con su comprensión. Pero tenga fe en un amor que le queda reservado como una herencia, y abrigue la certeza de que hay en este amor una fuerza y también una bendición, de cuyo ámbito no necesita usted salirse para llegar muy lejos.

Está bien que, por de pronto, desemboque en una carrera que le vuelva independiente y le confiera completa autonomía en todos los sentidos. Aguarde con paciencia hasta poder averiguar si su vida íntima se siente limitada y cohibida por las formas propias de esta profesión. Yo la tengo por muy difícil y llena de exigencias, porque está gravada de muchos y grandes convencionalismos. Y porque en ella hay apenas cabida para una concepción personal de sus cometidos. Pero su soledad, aun en medio de circunstancias extrañas a su modo de ser, le servirá de sostén y de hogar. Y desde ahí podrá usted descubrir todos sus caminos.
Mis mejores votos se hallan prontos a acompañarle, y mi confianza está con usted.

Suyo
Rainer María Rilke


Quinta carta



Roma, 29 de octubre de 1903



Estimado señor :

Su carta del 29 de agosto la recibí ya en Florencia, y apenas ahora, después de dos meses, le hablo de ella. Le ruego me perdone esta demora, pero es que cuando estoy de viaje no me agrada escribir cartas. Para ello necesito algo más que los avíos imprescindibles: un poco de calma y de soledad, y también alguna hora que no sea demasiado extraña a mi íntimo sentir. Llegamos a Roma hace unas seis semanas, en época en que aun era la Roma desierta, calurosa y malfamada por sus fiebres. Esta circunstancia, junto con otras dificultades de orden práctico, relativos a nuestra instalación, contribuyó a que nuestro desasosiego pareciera no querer acabar nunca, y nos agobiara la estancia en país extraño, haciéndonos sentir el peso del vivir sin hogar, como en destierro. A esto hay que añadir que Roma, en los primeros días -cuando no se conoce aún-, infunde en los ánimos una melancolía que abruma por ese ambiente de museo, exánime y triste, que aquí se respira. Por la profusión de glorias pasadas que se sacan a relucir y a duras penas se mantienen en pie, mientras de ellas se nutre un presente mezquino. Y también por esa desmedida valoración -que fomentan eruditos y filólogos y remedan los rutinarios visitantes de Italia- de tantas cosas desfiguradas y gastadas, que, en realidad, no son sino restos casuales de otra época y de una vida que ni es ni ha de ser la nuestra.

Por fin, tras varias semanas de brega diaria en actitud defensiva, vuelve uno, si bien algo aturdido aún, a encontrarse a sí mismo, y piensa: No, aquí no hay más belleza que en cualquier otro sitio. Y todas estas cosas que generaciones tras generaciones han seguido admirando, y que torpes manos de peones han ido rehaciendo y completando, nada significan, nada son, no tienen alma ni valor alguno. Sin embargo, hay aquí mucha belleza, porque en todas partes la hay. Aguas rebosantes de vida infinita vienen afluyendo por los antiguos acueductos a la gran urbe y, en múltiples plazas, saltan y bailan en conchas de piedra blanca, para derramarse y esparcirse luego en anchos y espaciosos estanques, musitando de día y alzando su murmullo en la noche, que aquí es grandiosa y estrellada, y suave por el hálito de los vientos que la orean.

"Aquí hay también jardines, inolvidables alamedas y escalinatas, ideadas éstas por Miguel Ángel a semejanza de las aguas que se deslizan y caen en cascadas de amplio declive, naciendo cada grada de otra grada, como una onda nace de otra onda. Merced a tales impresiones, logramos recogernos y recobrarnos, librándonos de lo mucho que aquí hay de presuntuoso y hablador; ¡y cuánto había!... De este modo aprendemos despacio a discernir las muy pocas cosas en que perdura algo eterno, digno de nuestro amor, y alguna soledad, de la cual podemos participar quedamente.

Aun habito en la ciudad, junto al Capitolio, no muy lejos de la más bella estatua ecuestre que nos haya quedado bien conservada del arte romano: la de Marco Aurelio. Pero dentro de pocas semanas me alojaré en un cuarto silencioso y sencillo, antigua galería perdida en lo más recóndito de un gran parque y oculta a la ciudad, a su bullicio y a sus azares. Ahí permaneceré durante todo el invierno, gozando de esa gran quietud, de la cual espero el regalo de algunas horas buenas y fecundas.

Desde allí, donde me será ya más fácil sentirme como en mi propia casa, le escribiré una carta más extensa, y en ella volveré aún a hablarle de la suya. Hoy sólo he de decirle -y quizás sea un error el no haberlo hecho antes- que no ha llegado aquí el libro anunciado en su carta, en el cual habían de venir insertos algunos trabajos suyos. ¿Le habrá sido devuelto desde Worpswede, ya que no está permitido reexpedir paquetes al exterior? Esta probabilidad sería sin duda la más favorable, y me agradaría saberla confirmada. ¡Ojalá no se trate de una pérdida, que, desafortunadamente, lo sería por cierto nada excepcional, dadas las condiciones que imperan en el servicio de correos italiano!

También ese libro, como todo cuanto me dé alguna señal de usted, lo habría recibido con agrado; y los versos que hayan surgido entretanto, los leeré. siempre, si usted me los confía, y volveré a leerlos, a sentirlos, a vivirlos, tan bien y tan entrañablemente como yo sepa hacerlo.



Con mis mejores deseos y saludos,
Suyo

Rainer María Rilke


Sexta carta



Roma, 23 de diciembre de 1903



Estimado señor Kappus:


No ha de quedar sin mi saludo, ahora que llegan las Navidades, y que en medio de tantas fiestas debe pesarle su soledad más aún que de costumbre. Pero si siente que esta soledad es grande, alégrese. Pues -así ha de preguntárselo a sí mismo- ¿que sería una soledad que no tuviera su grandeza? Sólo hay una soledad. Es grande y difícil de soportar. Y casi a todos nos llegan horas en que de buen grado la cederíamos a trueque de cualquier convivencia. Por muy trivial y mezquina que fuere. Hasta por la mera ilusión de una ínfima coincidencia con cualquier otro ser. Con el primero que se presente, aunque resulte tal vez el menos digno. Mas acaso sean éstas, precisamente, las horas en que la soledad crece, pues su desarrollo es doloroso como el crecimiento de los niños y triste como el comienzo de la primavera. Ello, sin embargo, no debe desconcertarle, pues lo único que por cierto hace falta es esto: Soledad, grande, íntima soledad. Adentrarse en sí mismo, y, durante horas y horas, no encontrar a nadie... Esto es lo que importa saber conseguir. Estar solos como estuvimos solos cuando niños, mientras en derredor nuestro iban los mayores de un lado para otro, enredados en cosas que parecían importantes y grandes, sólo porque ellos se mostraban atareados, y porque nosotros nada entendíamos de sus quehaceres.

Ahora bien: si un día se acaba por descubrir cuán pobres son sus ocupaciones, y se echa de ver que sus profesiones están yertas y faltas ya de todo nexo con la vida, ¿por qué no seguir entonces mirando todo eso con los ojos de la infancia, como si fuese algo extraño? ¿Por qué no mirarlo todo desde la profundidad de nuestro propio mundo, desde las extensas regiones de nuestra propia soledad, que es también trabajo y dignidad y oficio? ¿Por qué empeñarse en querer cambiar el sabio no-entender del niño por un espíritu constantemente en guardia y lleno de desprecio frente a los demás, ya que no comprender es estar solo, mientras defenderse y despreciar equivale a tomar parte en aquello de lo cual uno quiere precisamente desligarse por tales medios?

Piense, muy estimado señor, en el mundo que lleva en sí mismo, y dé a este pensar el nombre que guste. Así sea recuerdo de la propia infancia, o anhelo del propio porvenir. Sobre todo, permanezca siempre atento a cuanto se alce en su alma, y póngalo por encima de todo lo que perciba en torno suyo. Siempre ha de merecer todo su amor cuanto acontezca en lo más íntimo de su ser. En ello debe usted laborar de algún modo, y no perder demasiado tiempo ni demasiado ánimo en esclarecer su posición frente a sus semejantes. ¿Hay acaso quien pueda asegurarle que usted tiene siquiera posición alguna?

Ya sé, su carrera es para usted dura y llena de cosas que se hallan en contradicción con su modo de ser. Yo preveía su queja y sabía que no dejaría de llegar. Ahora que ha llegado, no sé cómo aquietarla. Sólo puedo aconsejarle que considere si todas las profesiones no son también así: llenas de exigencias y de hostilidad para cada individuo y, en cierto modo, saturadas del odio de cuantos se han conformado, mudos y huraños en su sordo rencor, con el cumplimiento de un deber insulso y gris, falto de toda ilusión... La posición en que ha de vivir ahora no se halla más gravada de convencionalismos, prejuicios y errores, que cualquier otro estado. Si bien hay algunos que hacen alarde de mayor libertad, no existe de veras ninguno que por dentro sea desahogado y amplio, y tenga relación con las grandes cosas en que consiste la verdadera vida. Únicamente el hombre solitario está sometido, cual una cosa, a las leyes profundas de la naturaleza. Y cuando uno sale al encuentro de la naciente mañana, o con su mirada penetra en la noche preñada de aconteceres, sintiendo cuanto ahí acaece, entonces despréndese de él, cual de un muerto, toda condición, aunque él se halle en medio del más puro vivir.

Lo que usted, muy estimado señor Kappus, ha de sentir ahora como militar, lo habría sentido de modo parecido en cualquier otra carrera. Y aun cuando, fuera de todo cargo y empleo, hubiese procurado mantener con la sociedad tan sólo una tenue forma de contacto, que dejase a salvo su independencia, no por eso le habría sido ahorrado el sentirse cohibido. En todas partes ocurre lo mismo, pero esto no ha de ser motivo para sentir angustia ni tristeza. Si no hay nada de común entre usted y los hombres, procure vivir cerca de las cosas. Ellas no le abandonarán. Aun hay noches y vientos que van por entre los árboles y por encima de muchas tierras. Aun, en cosas y animales, está todo lleno de acaeceres que usted puede compartir. Y también los niños siguen siendo todavía como usted fue de niño: tan tristes ytan felices. En cuanto usted piense en su propia infancia, volverá a vivir entre ellos, entre los niños solitarios. Y entonces las personas mayores ya no significarán nada, ni tendrá valor alguno toda su dignidad.

Si le angustia y le tortura el pensar en la infancia, en la sencillez y quietud que con ella van enlazadas -porque usted ya no sabe creer en Dios, que está presente en todo ello-, pregúntese entonces a sí mismo, querido amigo, si es que de veras ha perdido a Dios. ¿No será más cierto que nunca lo ha poseído aún? Pues ¿cuándo habría podido ser? ¿Cree usted que un niño pueda tenerle a Él, a quien sólo con gran esfuerzo logran llevar los que ya son hombres, y cuyo peso doblega a los ancianos? ¿Cree usted que si alguien lo poseyera de verdad, podría jamás perderle como se pierde una piedrecita? ¿No le parece mas bien, como a mí, que quien lo poseyese, ya sólo podría ser perdido por Él?... Ahora bien: si usted reconoce que Él nunca se halló en su infancia, y que antes tampoco fue; si llega a sospechar que Cristo fue deslumbrado por su inmenso anhelo, y Mahoma engañado por su gran orgullo; si con espanto siente que tampoco ahora está presente, en este mismo instante en que de Él estamos hablando, ¿con qué derecho pretende entonces echarlo de menos, a Él que nunca fue, como a un ser que hubiese pasado y desaparecido? ¿Y qué le autoriza a buscarlo como si se hubiera perdido? ¿Por qué no piensa más bien que Él es Aquél que aun ha de venir, el que desde hace una eternidad está por llegar: El Venidero , fruto supremo de un árbol cuyas hojas somos nosotros? ¿Qué le impide proyectar Su nacimiento hacia los tiempos por venir? Y ¿qué le priva de vivir su propia vida, como se vive un día doloroso y bello en la larga historia de una magna preñez? ¿No ve cómo todo cuanto acontece es siempre un comienzo? Y ¿no podría ser esto el principio de Él, ya que todo comenzar es en sí tan bello? Si Él es El Más Perfecto, ¿no ha de precederle forzosamente algo menos grande, para que Él pueda elegir su propio ser de entre la plenitud y la abundancia? ¿No debe Él ser El Último, para poder abarcarlo todo en sí mismo? ¿Qué sentido tendría nuestra existencia si Aquél a quien anhelamos hubiera sido ya?...

Así como las abejas liban y juntan la miel también nosotros extraemos de todo lo más dulce para edificarlo a Él. Podemos iniciarlo también con lo ínfimo. Con lo que menos presencia tenga: siempre que suceda por amor. Con el trabajo y luego con el reposo. Con un silencio. Con una pequeña y solitaria alegría. Con todo cuanto realicemos solos, sin partícipes ni seguidores, iniciamos a Aquél que no alcanzaremos a conocer, como tampoco nuestros antepasados pudieron conocernos a nosotros. Sin embargo, esos que hace tanto tiempo pasaron, están aún dentro de nosotros. Como depósito, herencia y fundamento. Como carga que pesa sobre nuestro destino. Como sangre que bulle, y como ademán que se alza desde las profundidades del tiempo. ¿Hay algo que logre arrebatarle la esperanza de llegar algún día a estar del mismo modo en Él, que es El Más Lejano, El Supremo?...

Celebre, estimado señor Kappus, las Navidades con el piadoso sentimiento de que Él, para poder empezar, necesite tal vez de esta misma angustia que usted abriga frente a la vida. Precisamente estos días de transición son quizás la época en que todo en usted labora para moldearle a Él, como también antes, cuando niño, trabajó ya, anhelante, en darle forma. Tenga paciencia y serenidad. Y piense que lo menos que podemos hacer es no ponerle nosotros más trabas a su desarrollo que la tierra a la primavera, cuando ésta quiere llegar. ¡Quede contento y confiado!

Suyo

Rainer Maria Rilke


Séptima carta



Roma, 14 de mayo de 1904


Muy estimado señor Kappus:


Ha pasado mucho tiempo desde que recibí su última carta. No me lo tome a mal: primero el trabajo, luego los contratiempos, y por último mis dolencias estuvieron retrayéndome una vez y otra de darle esta respuesta, que -tal era mi deseo- había de llegarle como fruto de unos días apacibles y buenos. Ahora vuelvo a encontrarme un tanto mejor: también aquí se hizo sentir duramente el comienzo de la primavera con sus malignas y caprichosas variaciones. Así llego por fin a saludarle, estimado señor Kappus, y a decirle con sumo gusto, de todo corazón y como yo mejor sepa, esto y aquello en contestación a su carta. Ya ve: he copiado su soneto por hallarlo bello y sencillo, y porque está compuesto con tan recatado primor. Son éstos los mejores versos suyos que me ha sido dado leer. Ahora le entrego la copia que de ellos hice, porque sé cuánta importancia tiene y qué caudal de nuevas experiencias nos descubre el volver a encontrar un trabajo propio, escrito con letra ajena. Lea estos versos como si fueran de otro, y sentirá en lo más hondo del alma cuán suyos son.


Ha sido para mí una gran alegría el leer a menudo su soneto y su carta. Por ambas cosas le doy las gracias. No debe dejarse desviar en su soledad porque haya en usted algo que ansíe evadirse de ella. Precisamente este deseo, si usted sabe aprovecharlo con serenidad y dominio, sirviéndose de él como de un instrumento, le ayudará a ensanchar su soledad en dilatado campo. La gente, valiéndose de criterios convencionales, lo tiene todo resuelto, inclinándose siempre hacia lo más fácil, y buscando aún el lado más fácil de lo fácil. Pero está claro que nuestro deber es atenernos a lo que es arduo y difícil. Todo cuanto vive se atiene a ello. Todo en la naturaleza crece y lucha a su manera y constituye por sí mismo algo propio, procurando serlo a toda costa y en contra de todo lo que se le oponga. Poca cosa sabemos. Pero que siempre debemos atenernos a lo difícil es una certeza que nunca nos abandonará. Es bueno estar solo, porque también la soledad resulta difícil. Y el que algo sea difícil debe ser para nosotros un motivo más para hacerlo.


También es bueno amar, pues el amor es cosa difícil. El amor de un ser humano hacia otro: esto es quizás lo más difícil que nos haya sido encomendado. Lo último, la prueba suprema, la tarea final, ante la cual todas las demás tareas no son sino preparación. Por eso no saben ni pueden amar aún los jóvenes, que en todo son principiantes. Han de aprenderlo. Con todo su ser, con todas sus fuerzas reunidas en torno a su corazón solitario y angustiado, que palpita alborotadamente, deben aprender a amar. Pero todo aprendizaje es siempre un largo período de retiro y clausura. Así, el amor es por mucho tiempo y hasta muy lejos dentro de la vida, soledad, aislamiento crecido y ahondado para el que ama. Amar no es, en un principio, nada que pueda significar absorberse en otro ser, ni entregarse y unirse a él. Pues, ¿qué sería una unión entre seres inacabados, faltos de luz y de libertad? Amar es más bien una oportunidad, un motivo sublime, que se ofrece a cada individuo para madurar y llegar a ser algo en sí mismo; para volverse mundo, todo un mundo, por amor a otro. Es una gran exigencia, un reto, una demanda ambiciosa, que se le presenta y le requiere; algo que lo elige y lo llama para cumplir con un amplio y trascendental cometido. Sólo en este sentido, es decir, tomándolo como deber y tarea para forjarse a sí mismo "escuchando y martilleando día y noche", es como los jóvenes deberían valerse del amor que les es dado. Ni el absorberse mutuamente, ni el entregarse, ni cualquier otra forma de unión, son cosas hechas para ellos, que por mucho tiempo aún, han de acopiar y ahorrar. Pues todo eso es la meta final. Lo último que se pueda alcanzar. Es tal vez aquello para lo cual, por ahora, resulta apenas suficiente la vida de los hombres.


Pero en esto yerran los jóvenes tan a menudo y tan gravemente. Ellos, en cuya naturaleza está el no tener paciencia, se arrojan y se entregan, unos en brazos de otros, cuando les sobrecoge el amor. Se prodigan y desparraman tal como son, aun sin desbrozar, con todo su desorden y su confusión... Mas ¿qué ha de suceder luego? Qué ha de hacer la vida con ese montón de afanes truncos, que ellos llaman su convivir, su unión, y que, de ser posible, desearían poder llamar su felicidad, y aún más: ¡su porvenir! Ahí se pierde cada cual a sí mismo por amor al otro. Pierde igualmente al otro, y a muchos más que aun habían de llegar. Pierde también un sin fin de horizontes y de posibilidades, trocando el flujo y reflujo de posibilidades de sutil presentimiento por un estéril desconcierto, del cual ya nada puede brotar. Nada sino un poco de hastío, desencanto y miseria, y el buscar tal vez la salvación en alguno de los múltiples convencionalismos que, cual refugios abiertos a todo el mundo, dispuestos están en gran número al borde de este peligrosísimo camino. Ninguna región del humano sentir se halla tan provista de convencionalismos como ésta. Ahí hay salvavidas de variadísima invención: botes, vejigas, flotadores... Recursos y medios de escape de toda laya supo crear la sociedad, ya que por hallarse predispuesta a tomar la vida amorosa como mero placer, tuvo también que hacerla fácil, barata, segura y sin riesgos, como suelen ser las diversiones públicas.

Por cierto, muchos jóvenes que aman de un modo falso, es decir, haciendo del amor una simple entrega y rehuyendo la soledad -nunca llegará a más el promedio de los hombres-, sienten el peso de su falta, y también a este trance en que han venido a encontrarse, quieren infundirle vida y fecundidad de una manera propia y personal. Pues su naturaleza les revela que las cuestiones de amor, menos aun que cualquier otra cosa de importancia, jamás pueden ser dirimidas por algún procedimiento de carácter público, de conformidad con tal o cual convenio. Que son asuntos privativos de cada cual y deben resolverse de modo individual, de ser a ser, precisándose en cada caso de una solución exclusivamente personal. Pero ¿cómo ha de ser posible que ellos, quienes al juntarse se han despeñado y hundido en una misma confusión, dejando de deslindarse y de distinguirse el uno del otro, y no poseyendo, por tanto, nada propio ya, acierten a dar con alguna salida, por sí mismos, desde el abismo de su derrumbada soledad?


Obran en virtud de un común desamparo y, cuando luego quieren, con la mejor voluntad, rehuir algún convencionalismo notorio -por ejemplo el matrimonio-, caen en las tenazas de otra solución convencional, tal vez menos manifiesta, pero igualmente mortal. Pues ahí -dentro de un amplio ámbito en derredor suyo- todo es convención. Allí donde se obre al impulso de una confluencia prematura y de un turbio convivir, cualquier lazo que derive de tal desorden tiene su convencionalismo, por muy insólito que parezca; es decir: aunque resulte "inmoral" en el sentido corriente de la palabra. Hasta la separación viene a ser un paso convencional, una decisión nacida del azar, impersonal y sin fuerza ni fruto.

Quien seriamente repare en ello, descubre que, como para la muerte, que es cosa difícil, tampoco para el arduo cometido del amor se han hallado aún ni luz ni solución, ni señal ni camino. Para esas dos tareas -amor y muerte, que veladas y ocultas llevamos dentro, y que retransmitimos a otros sin descorrer el velo que las recubre- no se podrá dar con ninguna regla común que se funde en algún convenio. Pero en la misma medida en que iniciemos nuestros intentos de vivir cada cual como un ser independiente, esos magnos asuntos nos encontrarán, a cada uno de nosotros, más próximos a ellos. Las exigencias que la difícil tarea del amor presenta a nuestro desarrollo, son de inmensa magnitud. Nosotros, como principiantes, no estamos a su altura. Pero si a pesar de todo sabemos perseverar y llevamos este amor a cuestas, como carga y aprendizaje, en lugar de perdernos en ese juego fácil y frívolo, tras del cual los hombres se han escondido para eludir cuanto hay de más serio y de más grave en su existencia, entonces, un pequeño progreso y algún alivio serán tal vez perceptibles para aquellos que lleguen largo tiempo después de nosotros. Y esto ya sería mucho...


Es que apenas ahora empezamos a considerar las relaciones entre un individuo y otro, sin prejuicios y de manera objetiva. Los intentos que vamos realizando a fin de vivir tales relaciones nada tienen ante sí que les pueda servir de ejemplo. Sin embargo, se dan ya en el correr y mudar del tiempo muchas cosas que quieren acudir en auxilio de nuestro tímido principiar.

La mujer, en su propio desenvolvimiento más reciente, sólo por algún tiempo y de modo pasajero imitará los hábitos y modales masculinos, buenos y malos, ejerciendo a su vez las profesiones generalmente reservadas al hombre. Tras la incertidumbre de tales etapas transitorias, quedará de manifiesto que si las mujeres han pasado por la gran variedad y la continua mudanza de esos disfraces a menudo risibles, fue tan sólo para poder depurar su modo de ser peculiarísimo, y limpiarlo de las influencias deformadoras del otro sexo. Por cierto, las mujeres, en quienes la vida se detiene, permanece y mora de una manera más inmediata, más fecunda, más confiada, deben de haberse hecho seres más maduros y más humanos que el hombre. Éste, además de liviano -por no obligarlo el peso de ningún fruto de sus entrañas a descender bajo la superficie de la vida- es también engreído, presuroso, atropellado, y menosprecia en realidad lo que cree amar... Esta más honda humanidad de la mujer, consumada entre sufrimientos y humillaciones, saldrá a la luz y llegará a resplandecer cuando en las mudanzas y transformaciones de su condición externa se haya desprendido y librado de los convencionalismos añejos a lo meramente femenino. Los hombres, que no presienten aún su advenimiento, quedarán sorprendidos y vencidos. Llegará un día que indudables signos precursores anuncian ya de modo elocuente y brillante, sobre todo en los países nórdicos, en que aparecerá la mujer cuyo nombre ya no significará sólo algo opuesto al hombre, sino algo propio, independiente. Nada que haga pensar en complemento ni en límite, sino tan sólo en vida y en ser: el Humano femenino...


Tal progreso -al principio muy en contra de la voluntad de los hombres, que se verán rebasados y superados- transformará de modo radical la vida amorosa, ahora llena de errores, y la convertirá en una relación tal, que se entenderá de ser humano a ser humano y ya no de varón a hembra. Este amor más humano, que se consumará con delicadeza y dulzura infinitas -imperando luz y bondad, así en el unirse como en el desligarse- se asemejará al que vamos preparando entre luchas y penosos esfuerzos: el amor que consista en que dos soledades se protejan, se deslinden y se saluden mutuamente...


Además, esto: no crea que se haya perdido aquel gran amor que le fue encomendado antaño, cuando aun era niño. ¿Acaso puede afirmar usted que no maduraron entonces en su corazón, grandes y buenos anhelos, y propósitos de los que aun hoy sigue viviendo? Yo creo que ese amor perdura tan fuerte y poderoso en su recuerdo, porque fue su primer aislamiento profundo. Y también la primera labor que realizó en aras de su vida. ¡Todos mis buenos deseos para usted, querido señor Kappus!



Suyo
Rainer Maria Rilke



Octava carta



Borgeby Gard, Fladie (Suecia), 12 de agosto de 1904


Quiero volver a hablarle un rato, querido señor Kappus, aunque yo casi nada sepa decirle que pueda procurarle algún alivio. Ni siquiera algo que alcance a serle útil. Usted ha tenido muchas y grandes tristezas, que ya pasaron, y me dice que incluso el paso de esas tristezas fue para usted duro y motivo de desazón. Pero yo le ruego que considere si ellas no han pasado más bien por en medio de su vida misma. Si en usted no se transformaron muchas cosas. Y si, mientras estaba triste, no cambió en alguna parte -en cualquier parte- de su ser. Malas y peligrosas son tan sólo aquellas tristezas que uno lleva entre la gente para sofocarlas. Cual enfermedades tratadas de manera superficial y torpe suelen eclipsarse para reaparecer tras breve pausa, y hacen erupción con mayor violencia. Se acumulan dentro del alma y son vida. Pero vida no vivida, despreciada, perdida, por cuya causa se puede llegar a morir.


Si nos fuese posible ver más allá de cuanto alcanza y abarca nuestro saber, y hasta un poco más allá de las avanzadillas de nuestro sentir, tal vez sobrellevaríamos entonces nuestras tristezas más confiadamente que nuestras alegrías. Pues son ésos los momentos en que algo nuevo, algo desconocido, entra en nosotros. Nuestros sentidos enmudecen, encogidos, espantados. Todo en nosotros se repliega. Surge una pausa llena de silencio, y lo nuevo, que nadie conoce, se alza en medio de todo ello y calla... Yo creo que casi todas nuestras tristezas son momentos de tensión que experimentamos como si se tratara de una parálisis. Porque ya no percibimos el vivir de nuestros sentidos enajenados, y nos encontramos solos con lo extraño que ha penetrado en nosotros. Porque se nos arrebata por un instante todo cuanto nos es familiar, habitual. Y porque nos hallamos en medio de una transición, en la cual no podemos detenernos. Por eso pasa la tristeza. Lo nuevo que está en nosotros, lo recién llegado, se nos entra en el corazón, se desliza en su cámara más recóndita, y ya tampoco está allí: está en la sangre. Y no alcanzamos a saber lo que fue... Sería fácil hacernos creer que no sucedió nada. Sin embargo nos transformamos como se transforma una casa en la que ha entrado un huésped. No podemos decir quién ha llegado. Quizás nunca logremos saberlo. Pero muchos indicios nos revelan que el porvenir entra de ese modo en nuestra vida para transformarse en nosotros mucho antes de acontecer. Por esto es tan importante permanecer solitario y alerta cuando se está triste. Pues el instante aparentemente yerto y sin suceso en que el porvenir nos penetra, se halla mucho más cerca de la vida que aquel otro momento, ruidoso y accidental, en que el futuro nos acaece como si proviniese de fuera.

Cuanto más callados, cuanto más pacientes y sinceros sepamos ser en nuestras tristezas, tanto más profunda y resueltamente se adentra lo nuevo en nosotros. Tanto mejor lo hacemos nuestro, y con tanto mayor intensidad se convierte en nuestro propio destino. Así, cuando más tarde surge el día en que lo futuro "acontece" -es decir: cuando al brotar de dentro de nosotros pasa a los demás-, nos sentimos íntimamente más afines, más allegados a él. ¡Esto es lo que hace falta! Hace falta -y a eso ha de tender paulatinamente nuestro desarrollo- que no nos suceda nada extraño, sino tan sólo aquello que desde mucho tiempo atrás nos pertenezca. ¡Se ha tenido que revisar y rectificar ya tantos antiguos conceptos acerca de las leyes que rigen el movimiento! Se aprenderá también a reconocer poco a poco que lo que llamamos destino pasa de dentro de los hombres a fuera, y no desde fuera hacia dentro. Sólo porque tantos hombres no supieron asimilar y transformar en su interior, cada cual su propio destino, mientras éste vivía en ellos, no alcanzaron tampoco a conocer lo que de ellos salía. Les era tan ajeno, tan extraño, que ellos, llenos de pavor y de confusión, creían que debía de habérseles entrado en aquel mismo instante en que se percataban de su presencia. Pues hasta juraban que jamás antes habían descubierto nada parecido en sí mismos. Así como durante mucho tiempo hubo error acerca del movimiento del sol, sigue aún el engaño sobre el movimiento de lo venidero. El porvenir está ya fijo, querido señor Kappus, mas nosotros nos movemos en el espacio infinito. ¡Cómo no habría de resultarnos todo muy difícil...!


Volviendo a hablar de la soledad, aparece cada vez más claramente que ella no es en rigor, nada que se pueda tomar o dejar. Y es que somos solitarios. Uno puede querer engañarse a este respecto y obrar como si no fuese así; esto es todo. ¡Pero cuánto más vale reconocer que somos efectivamente solitarios, y hasta partir de esta base! Así, por cierto, ocurrirá que sintamos vértigo, pues nos vemos privados de todos los puntos de referencia en que solía descansar nuestra vista. Ya no hay nada cercano. Y todo lo que es lejano está infinitamente lejos. Quien fuera llevado, casi sin preparación ni transición alguna, desde su aposento a la cúspide de una gran montaña, tendría que experimentar algo semejante. Se sentiría casi anonadado por una inseguridad sin igual y por el verse abandonado al capricho de algo que no tiene nombre. Le parecería estar cayendo, o se creería lanzado al espacio, o bien estallando en mil pedazos. ¡Qué enorme mentira debería inventar entonces su cerebro para alcanzar a recuperar el anterior estado de sus sentidos y devolverles su serenidad! Así se transforman, para quien se vuelva solitario, todas las distancias, todas las medidas. Muchos de estos cambios se producen de un modo repentino, brusco. Y, al igual que en aquel hombre transportado a la cima de una montaña, surgen entonces aprensiones insólitas, sensaciones extrañas, que parecen rebasar todo lo humanamente soportable. Pero es necesario que también esto lo vivamos. Debemos aceptar y asumir nuestra existencia del modo más amplio posible. Todo, incluso lo inaudito, ha de ser viable en ella. Este es, en realidad, el único valor que se nos pide y exige: tener ánimo ante las cosas más extrañas, más portentosas y más inexplicables, que nos puedan acaecer.

El que los hombres hayan sido cobardes en este terreno ha causado infinito daño a la vida. Los sucesos a los que se da el nombre de "fenómenos" o de "apariciones", el llamado "mundo espectral" , la muerte, todas esas cosas que nos son tan afines, han sido de tal modo desalojadas de la vida por el diario afán de defenderse de ellas, que los sentidos con que podríamos aprehenderlas se han atrofiado -¡y de Dios, ni hablar! Mas el miedo ante lo inexplicable no sólo ha empobrecido la existencia del individuo. También las relaciones de ser a ser han quedado cercenadas por él. Valga el símil, han sido descuajadas del cauce de un río caudaloso en posibilidades infinitas, para ser llevadas a un lugar yermo de la ribera, donde nada sucede. Pues no sólo por desidia se repiten las relaciones humanas con tan indecible monotonía y sin renovación alguna de un caso a otro, sino también por temor y recelo ante cualquier vivencia nueva y de imprevisible trascendencia, que uno cree superior a sus fuerzas. Pero sólo quien esté apercibido para todo, sólo quien no excluya nada de su existencia -ni siquiera lo que sea enigmático y misterioso- logrará sentir hondamente sus relaciones con otro ser como algo vivo. Sólo él estará en condiciones de apurar por sí mismo su propia vida. Pues en cuanto consideramos la existencia de cada individuo como una habitación mayor o menor, queda de manifiesto que los más sólo llegan a conocer apenas un rincón de su aposento. Un sitio junto a la ventana. O bien alguna estrecha faja del entarimado, que van y vienen recorriendo de un lado para otro. Así disfrutan de alguna seguridad...

Sin embargo, ¡cuánto más humana es aquella inseguridad llena de peligros, que, en los cuentos de Poe, impulsa a los cautivos a palpar las formas de sus horribles mazmorras y a familiarizarse con los indecibles terrores de su estancia! Pero nosotros no somos presos. Ni trampas, ni redes, ni lazos, se hallan aparejados en torno nuestro. Ni hay nada que deba causarnos angustia o darnos tormento. Si hemos sido puestos en medio de la vida, es por ser éste el elemento al que mejor correspondemos, al que somos más adecuados. Además, por obra de una adaptación milenaria, nos hemos vuelto tan semejantes a esa vida, que cuando permanecemos inmóviles, apenas si -merced a un feliz mimetismo- se nos puede distinguir de cuanto nos rodea. Ninguna razón tenemos para recelar y desconfiar del mundo en que vivimos. Si entraña terrores, son nuestros terrores. Si contiene abismos, estos abismos nos pertenecen. Y si en él hay peligros, debemos procurar amarlos. Con tal que cuidemos de ordenar y ajustar nuestra vida conforme a ese principio que nos aconseja atenernos siempre a lo difícil, cuanto ahora nos parece ser lo más extraño acabara por sernos lo más familiar, lo mas fiel. ¿Cómo podríamos olvidarnos de aquellos mitos antiguos que presiden el origen de todos los pueblos, esos mitos de los dragones que en el momento supremo se transforman en princesas? Quizá sean todos los dragones de nuestra vida, princesas que sólo esperan vernos alguna vez resplandecientes de belleza y valor. Quizá todo lo terrible no sea, en realidad, nada sino algo indefenso y desvalido, que nos pide auxilio y amparo... No debe, pues, azorarse, querido señor Kappus, cuando una tristeza se alce ante usted, tan grande como nunca vista. Ni cuando alguna inquietud pase cual reflejo de luz, o como sombra de nubes sobre sus manos y por sobre todo su proceder. Ha de pensar más bien que algo acontece en usted. Que la vida no le ha olvidado. Que ella le tiene entre sus manos y no lo dejará caer. ¿Por qué quiere excluir de su vida toda inquietud, toda pena, toda tristeza, ignorando -como lo ignora- cuánto laboran y obtan en usted tales estados de ánimo? ¿Por qué quiere perseguirse a sí mismo, preguntándose de dónde podrá venir todo eso y a dónde irá a parar? ¡Bien sabe usted que se halla en continua transición y que nada desearía tanto como transformarse! Si algo de lo que en usted sucede es enfermizo, tenga en cuenta que la enfermedad es el medio por el cual un organismo se libra de algo extraño. En tal caso, no hay más que ayudarle a estar enfermo. A poseer y dominar toda su enfermedad, facilitando su erupción, pues en ello consiste su progreso. ¡En usted, querido señor Kappus, suceden ahora tantas cosas!... Debe tener paciencia como un enfermo y confianza como un convaleciente. Pues quizá sea usted lo uno y lo otro a la vez. Aun más: es usted también el médico que ha de vigilarse a sí mismo. Pero hay en toda enfermedad muchos días en que el médico nada puede hacer sino esperar. Esto, sobre todo, es lo que usted debe hacer ahora, mientras actúe como su propio médico.

No se observe demasiado a sí mismo. Ni saque prematuras conclusiones de cuanto le suceda. Deje simplemente que todo acontezca como quiera. De otra suerte, harto fácilmente incurriría en considerar con ánimo lleno de reproches a su propio pasado; que, desde luego, tiene su parte en todo cuanto ahora le ocurra. Pero lo que sigue obrando en usted como herencia de los errores y anhelos de su mocedad, no es lo que ahora recuerda y condena. Las circunstancias anormales de una infancia solitaria y desamparada son tan difíciles, tan complejas, se hallan expuestas y abandonadas a tantas influencias y, al mismo tiempo, tan desprendidas de todos los verdaderos vínculos vitales, que cuando en tales condiciones se desliza un vicio, no se le debe llamar vicio sin más ni más. ¡Hay que ser de todos modos tan cauto, tan prudente, con los nombres! ¡Es tan frecuente que toda una vida se quiebre y quede rota por el mero nombre de un crimen! No por la acción misma, personal y sin nombre, que acaso respondiere a un determinado menester de esa vida, y hubiera podido ser admitida y absorbida por ella sin esfuerzo alguno. Si el consumir tantas energías le parece grande a usted, es sólo porque exagera el valor de la victoria. No está en ella lo grande que usted cree haber realizado, si bien tiene razón en su sentir. Lo grande está en que ahí ya existió algo que usted pudo poner en lugar de aquel artificioso fraude, algo real y verdadero. Sin esto, su victoria sólo habría resultado ser una reacción moral, sin importancia ni sentido, mientras que así ha llegado a formar parte de su vida. (De una vida, querido señor Kappus, a la que yo dedico tantos pensamientos y buenos deseos). ¿Recuerda usted cómo esta vida, ya desde la misma infancia, suspiró por los "grandes"? Yo veo cómo ahora, partiendo de los grandes, anhela poder alcanzar a los más grandes. Precisamente por eso no cesa su vida de ser difícil. Pero por esta misma razón no cesará de crecer.


Si he de decirle algo más, es esto: no crea que quien ahora está tratando de aliviarlo viva descansado, sin trabajo ni pena, entre las palabras llanas y calmosas que a veces lo confortan a usted. También él tiene una vida llena de fatigas y de tristezas, que se queda muy por debajo de esas palabras. De no ser así, no habría podido hallarlas nunca...


Suyo

Rainer Maria Rilke


Novena carta




Furugorg Jonsered, en Suecia, a 4 de noviembre de 1904


Mi querido señor Kappus:


Durante todo este tiempo que ha transcurrido sin que usted recibiera ninguna carta mía estuve unas veces de viaje, y otras tan atareado, que no pude escribir. También hoy me cuesta hacerlo, porque he tenido que escribir ya varias cartas, y mi mano está cansada. Si yo pudiese dictar, le diría muchas cosas, pero así le ruego que reciba tan sólo unas pocas palabras a cambio de su extensa carta.


En usted, querido señor Kappus, pienso a menudo, y con votos tan densos, que ello habría de ayudarle de algún modo. Con frecuencia dudo que mis cartas puedan ser realmente un auxilio. No diga usted: Sí, lo son". Acójalas con serenidad, sin prodigar su gratitud, y aguardemos lo que quiera venir.
Tal vez no resulte nada provechoso el que ahora me ponga a considerar con toda minucia cuanto usted me refiere. Pues lo que yo pueda decirle acerca de su propensión a la duda, o sobre su impotencia para armonizar la vida externa con la vida interna, o respecto de todas las demás cosas que le agobian... , siempre será lo mismo que ya le tengo dicho: siempre el deseo de que usted halle en sí bastante paciencia para sufrir, bastante sencillez y candor para creer, llegando a intimar y a familiarizarse cada vez más con lo que es difícil. Y también con su soledad en medio de los otros. En cuanto a lo demás deje que la vida obre a su antojo. Créame: tiene razón la vida. Siempre y en cualquier caso.

Con respecto a los sentimientos, esto: son puros todos los sentimientos que le abarquen totalmente y le eleven. Es impuro aquel sentimiento que prenda en un solo lado de su ser, y llegue por ello a torcerlo, a deformarlo. Todo cuanto pueda pensar de cara a su infancia, es bueno. Todo cuanto le eleve aun por encima de lo que hasta aquí haya logrado ser en sus horas mejores, está bien. Cualquier superación es buena si está en toda su sangre, siempre que no sea tan sólo un momento de ebriedad. Ni algún turbio afán, sino alegría clara, gozo diáfano, que se deja calar y trasver hasta el fondo. ¿Comprende usted lo que yo quiero decir?


Su duda puede tornarse una virtud, si usted la educa. Debe convertirse en saber y en crítica. Pregúntele, cada vez que ella quiera echarle algo por tierra, por qué ese algo está mal. Exíjale pruebas. Sométala a un examen. Acaso la encuentre entonces perpleja, confundida. O quizás rebelde, levantisca. Pero no ceda usted. Exija argumentos y obre así, alerta y consecuente, siempre y cada vez que sea preciso. Ya vendrá luego el día en que el dudar deje de ser destructor, para convertirse en uno de sus mejores obreros, el más inteligente, tal vez, entre todos los que van edificando la vida de usted.


Esto, querido señor Kappus, es todo cuanto yo pueda decirle hoy. Pero al mismo tiempo le envío un ejemplar, en tirada aparte, de un pequeño poema que acaba de ser publicado en la revista "Deutsche Arbeit", de Praga. Ahí sigo hablándole a usted de la vida, de la muerte, y de lo grandes y magníficas que ambas son.


Suyo

Rainer Maria Rilke


Décima carta


París, al día siguiente de Navidad de 1908


Ha de saber usted, querido señor Kappus, cuánto me alegra tener esa hermosa carta suya. Las noticias que me da, reales y francas, como ahora vuelven a serlo, me parecen buenas. Y cuanto más lo pienso, más se afianza en mí la sensación de que son buenas de verdad. Esto, por cierto, quería yo decírselo en ocasión de Nochebuena. Pero por causa del múltiple y continuo trabajo en que vivo envuelto este invierno, me sorprendió la antigua fiesta, llegando tan pronto que apenas tuve tiempo para los recados más urgentes y mucho menos para escribirle. Pero a menudo he pensado en usted durante estos días festivos, imaginando cuán tranquilo debe de estar en su solitario fortín, perdido entre esas montañas desiertas, sobre las que se precipitan los poderosos vientos del sur, como si quisieran engullirlas a grandes trozos.

Debe de ser inmenso el silencio en que hay cabida para tales ruidos y movimientos. Cuando se piensa que por añadidura se agrega a todo eso la presencia del mar lejano, con su propio sonido, constituyendo tal vez el tono más íntimo y entrañable en esa armonía de prehistórica magnitud, entonces ya sólo resta por desearle a usted que, lleno de confianza y de paciencia, deje obrar en su ánimo la grandiosa soledad, que ya nunca podrá ser borrada de su vida, y que en todo cuanto le queda por vivir y hacer, actuará cual anónimo influjo, de un modo continuo y decisivo. Algo así como en nosotros fluye sin cesar la sangre de nuestros antepasados, mezclándose con nuestra propia sangre para formar el ser único, singular e irreproducible que somos, cada cual de nosotros, en cada recodo de nuestra vida.


Sí: me alegro de que usted cuente ahora en su haber esa existencia firme y determinada. Ese título. Ese uniforme. Ese servicio. Todo ese conjunto de cosas tangibles y concretas, que en tales parajes, como los que ahí le rodean, con una guarnición poco numerosa e igualmente aislada, no deja de adquirir un sello de gravedad y urgencia, y que, por encima de cuanto en la carrera militar hay de juego frívolo y pasatiempo, significa servicio siempre alerta, y no sólo admite la observación individual y autónoma, sino que hasta la fomenta y educa precisamente. El hallarnos en circunstancias que nos formen y labren, colocándonos de vez en cuando ante cosas grandes y naturales, es todo cuanto nos hace falta.


También el arte es sólo un modo de vivir. Aun viviendo de cualquier manera, puede uno prepararse para el arte, sin saberlo. En cualquier realidad se está más cerca de él que en las carreras irreales, artísticas a medias, que, aparentando cierto allegamiento al arte, en la práctica niegan y socavan la existencia de todo arte. Como lo hacen, por ejemplo, el periodismo en su totalidad, casi toda la crítica profesional, y las tres cuartas partes de lo que se llama y quiere llamarse literatura.

En pocas palabras: me alegro de que usted se haya salvado del peligro que representa el caer en todo ello y ahora viva, en un lugar cualquiera, solitario y valiente en medio de una ruda realidad. ¡Ojalá pueda el año que está por llegar, mantener y afirmarlo en ella!

Siempre,
Suyo

Rainer Maria Rilke


POESÍAS


Ofrenda a los Lares


En la vieja casa

En la vieja casa, libre ante mí
diviso Praga entera;
al fondo, silencioso y quedo el paso,
pasa de largo la hora honda del crepúsculo.

La ciudad se desvanece como detrás de una luna.
Alta sólo, al modo de un gigante empenachado,
se alza ante mí la cúpula verde.

Ya parpadea aquí y allá una luz
lejana sobre el denso fragor ciudadano -
Para mí es como si en la vieja casa
ahora una voz me dijera: "Amén".


Una casa noble



La noble casa con su ancha rampa:
qué bello quiere mostrárseme su brillo gris.
La subida con su mal empedrado,
y allí está en la esquina
la lámpara opaca y sucia.

En el antepecho de una ventana
ladea la cabeza una paloma
como queriendo echar una mirada
moran las golondrinas en las grietas
entre los pasos de los portalones:
a esto yo llamo serenidad,
sí, a esto yo lo llamo encanto.


Encanto

A menudo veo el cuarto de intimidad animado,
con vivacidad cuentan las paredes;
una amable muchacha, medio niña aún, alza
las manos hacia el cuadro de María.

Un chico aplicado está junto al padre,
que mucho ha aportado para la casa.
Se disponen a rezar la oración angélica,
y la madre da un descanso a la rueda de hilar.

Me parece entonces que los ojos se humedecen,
hasta los de la Virgen en el marco.
Escucho: en la voz de bajo del padre
suena propicio el Amén.


Otro encanto

El hijo se acerca, pesado el paso,
a su padre. Y con torpeza en la lengua...
¿Es verdad? ¿qué, qué dices, una novia?
¡Adelante, adentro, pues, con ella!

Y allí está por vez primera de pie.
La muchacha se ruboriza y calla
y el padre limpia las gafas.
¡Diablo!¡Estupenda ha sido tu elección!

Y el padre abre los brazos,
y la novia aturdida
recibe su beso y su bendición


Coronado sueño


Canción regia



Debes con dignidad soportar la vida,
tan sólo la mezquindad la disminuye;
los mendigos te podrán llamar hermano
aunque tú puedas ser un rey.

Aunque el divino silencio de tu frente
no lo interrumpa dorada diadema,
los niños se inclinarán en tu presencia,
los entusiasmados te mirarán atónitos.

A ti los días de rutilante sol
te hilarán rica púrpura y blanco armiño,
y con pesares y dichas en sus manos,
de rodilla ante ti estarán las noches...


Adviento


Adviento

Empuja el viento rebaños de copos
por el bosque invernal como un pastor,
y más de un abeto siente que pronto
se hallarán coronado de luz y amor;
y escucha un rumor distante. Resuelto
tiende sus ramas por senderos blancos
y hace frente al viento y crece soñando
una noche de gloria y majestad.



Poemas tempranos


*

Ésta es la nostalgia: morar en la onda
y no tener patria en el tiempo.
Y éstos son los deseos: quedos diálogos
de las horas cotidianas con la eternidad.

Y eso es la vida. Hasta que un ayer
suba la hora más solitaria de todas,
la que sonriendo, distinta a sus hermanas,
guarda silencio en presencia de lo eterno.


*

No puedes esperar hasta que Dios llegue a ti
y te diga: yo soy
un Dios que declara su poder
carece de sentido.
Tienes que saber que Dios sopla a través de ti
desde el comienzo,
y si tu pecho arde y nada denota,
entonces está Dios obrando en ti.


El libro de las horas

*

Vivo mi vida en ondas crecientes
que se tienden sobre las cosas.
La última acaso no llegue a trazarla,
pero voy a intentarlo.

Giro en torno a Dios, la torre antigua,
llevo milenios girando;
y aún no sé si soy alcón o vendaval
o un grandioso canto.


*

A ti, oscuridad de la que vengo,
te amo más que a la llama
que limita el mundo
y brilla sólo para algún círculo
fuera del cual ningún ser sabe de ella.

Pero la oscuridad lo retiene todo:
formas y llamas, animales y a mí,
tal como los atrapa,
personas y poderes...

Y puede que una gran fuerza

cerca de mí se agite.

Creo en las noches.

*

Te vamos construyendo con manos temblorosas,
amontonando átomo sobre átomo.
Pero quién puede acabarte,
catedral.

¿Qué es Roma?
Se viene abajo.
¿Qué es el mundo?
Será destruido
antes de que tus torres tengan cúpulas,
antes de que tu frente radiante
se alce de entre leguas de mosaico.

Pero a veces en sueños
abarco con la vista tu espacio
por entero,
desde lo más bajo
hasta la arista de oro del tejado.

Y veo que mis sentidos
forman y construyen
los últimos adornos.


*

¿Qué será de ti, Dios, cuando yo muera?
Yo soy tu jarra: ¿cuando me haga añicos?

Soy tu bebida: ¿cuando me corrompa?
Yo soy tu atuendo, yo soy tu oficio,
sin mí careces de sentido.

Después de mí no tendrás casa donde
te saluden palabras tibias y cercanas.
La sandalia de terciopelo que soy yo
se soltará de tus pies cansados.

Perderás tu gran manto.
Tu mirada, que mi mejilla acoge
tibiamente, como con almohadones,
vendrá y me buscará largo tiempo...
y al ponerse el sol se tenderá
en el regazo de piedras extrañas.

¿Qué harás, Dios? Temo por ti.

*

Amo las horas oscuras de mi ser
en las que se ahondan mis sentidos;
en ellas, como en viejas cartas,
hallo mi vida cotidiana ya vivida
y lejana y olvidada como una leyenda.

Gracias a ellas sé que tengo espacio
para vivir otra ancha vida intemporal.
Y a veces soy como el árbol
que sobre una tumba, maduro y rumoroso,
cumple aquel sueño que el niño que se fue
(al que abraza con sus raíces tibias)
perdió en tristezas y canciones.


*

Creo en todo lo que aún no se ha dicho.
Liberaré mis sentimientos más piadosos.
Lo que aún nadie se atrevió a querer
será para mí algún día involuntario.

Si esto es desmesurado, Dios, perdóname.
Pero con ello sólo quiero decirte
que mis mejores fuerzas serán como un instinto,
libres como él de ira y de temor:
así te aman los niños.

Con este fluir, ese desembocar
en anchos brazos en el mar abierto,
con ese retorno creciente
voy a confesarte y proclamarte

como nadie antes.


Y si eso es arrogancia, déjame que sea arrogante
en la oración,
que se yergue seria y sola
ante tu frente nublada.


*

Eres tan grande que yo ya no soy
en cuanto me coloco junto a ti.
Tan oscuro, que mi débil claridad
a tu vera carece de sentido.
Tu voluntad pasa como una ola
y cada nuevo día se ahoga en ella.

Sólo mi afán se alza hasta tu barbilla
y se yergue ante ti como el ángel más alto:
un ángel raro, pálido y aún no redimido

que te presenta sus alas.